En los pasillos renegridos de mi mente resuena, interminable, la trompeta de una orquesta que se resiste al descanso.
Los agudos de los violines han reducido los espejos a astillas, que me devuelven reflejos difusos de mi misma. La penumbra amenaza con suspenderme indefinidamente en la bruma de mis propios brebajes.
El teléfono insiste, yo no espero a nadie.
¿Cuánto hasta el quiebre?
La huida no es una opción.
Hay que entregarse al filtro, aquello que no traiciona.
Una vez que se sostiene el foco, la presencia, la mirada, otro tipo de calor inunda la sangre.
Es ese el placer oculto, suspenderse en medio de la tensión.
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